lunes, 16 de septiembre de 2013

Niño Cualquiera

Érase una vez un niño cualquiera.

                    ¡Eh!

¿Qué quieres, niño?

                    No soy un niño cualquiera.

¿Ah no? ¿Y quién eres?

                    Soy Niño Cualquiera, el protagonista de tu cuento.

¿En qué quedamos? ¿Eres o no eres un niño cualquiera? En fin, ¿quién eres? Tendrás un nombre...

                    Niño Cualquiera. Niño de nombre y Cualquiera de apellido. Como en el título.

¡Ah! Es verdad, se me había olvidado. Érase una vez Niño Cualquiera, un niño con un gran afán de protagonismo. Él siempre decía que lo único que quería era ser reconocido por sus actos, pero en realidad le gustaba mucho llamar la atención. ¿Quién puede saber los motivos de tal conducta? Quizá, cuando era bebé y lloraba pidiendo el pecho a su madre, ésta le ignoró, pues justo en ese momento ofrecía (tan generosa como mezquina con su propio vástago) el objeto de deseo a un señor que, ya fuera butanero, electricista, amante bandido o legítimo esposo y padre de la criatura, hacía varias décadas que comía sólido y por lo tanto no estaba tan necesitado de la nutritiva leche materna como el pobre lactante abandonado a su suerte. O quizá por la misma época su padre, al ver que su retoño había ensuciado los pañales, dijo “voy a cambiar al niño” y efectivamente bajó al parque y le cambió por otro niño que allí jugaba, dejándole traumatizado para toda la vida a pesar del cariño con que lo acogió su familia involuntariamente adoptiva. Todo esto no son más que suposiciones: el caso es que el crío estaba necesitado de la atención de sus semejantes.

Al principio, lo intentó con las hazañas. Entonces, don Telesforo (pongamos por caso), mientras paseaba a su caniche una soleada tarde de domingo, se encontraba por la calle a doña Meningitis (nombre ficticio) y le decía:

                    Dichosos los ojos, doña Meningitis, es un placer. ¿Ha oído las noticias? ¡Niño Cualquiera ha salvado a la patria de la invasión extranjera!

Y doña Meningitis (nombre ficticio), que en realidad no prestaba mucha atención a las palabras de don Telesforo (pongamos por caso) porque estaba pensando “este hombre es un viejo verde, ¡con qué descaro baja su vista (con el único fin de mirarme los pechos, lo cual no deja de ser comprensible pues aún están bastante bien) al inclinarse para saludarme mientras se quita el sombrero de copa!” o simplemente porque está un poco sorda, respondía:

                    ¿Quién lo iba a decir, don Telesforo?

Y después doña Meningitis (nombre ficticio) iba a la frutería y decía a la dependienta:

                    ¡Hola Conchita! Hay que ver cómo está el mundo. Un niño cualquiera ha salvado a la patria de la invasión extranjera.
                    ¡Caramba! Un niño cualquiera. ¡Y el Ministro de Defensa a por uvas! Golfeando por ahí, seguro. Si es que no sé dónde vamos a parar.
                    Chica, qué quieres que te diga, yo ya no entiendo nada de nada. ¡Ay Señor, dame fuerzas! En fin, ¿qué tal salen estos melocotones?
                    ¡Uy, buenísimos, te lo aseguro!
                    Pues ponme tomates...

Y así. Aunque, reconozcámoslo de una vez, no fueron igual de acertadas todas sus tentativas (por ejemplo, habiendo ya salvado a la nación de la invasión extranjera, salvar a la Cristiandad de las hordas infieles o a la Tierra de la amenaza extraterrestre fueron proezas un tanto repetitivas), hay que decir que el muchacho se esforzaba, sin obtener nunca el resultado deseado.

Más tarde, Niño Cualquiera, ante su falta de éxito, probó con las trastadas.

                    ¡Niño Cualquiera ha tirado al Presidente del Gobierno por uno de los retretes de los baños de chicos! – decía, indignada, la profesora al jefe de estudios, - El bedel se ha pasado dos horas arreglando el atasco y ya sabes lo mal que me llevo con la fotocopiadora. Así no hay quien trabaje y como no hagamos algo, me voy a tener que dar de baja.
                    Déjemelo a mí, que yo sé lo que hay que hacer en estos casos – respondía el interpelado y acto seguido se dirigía con paso seguro y decidido hacia el despacho de la directora en el que entraba sin llamar, diciendo a voz en grito:
                    ¡Un niño cualquiera ha tirado al Presidente del Gobierno por uno de los retretes de los baños de chicos!
A lo que respondía la máxima responsable de la respetada institución educativa:
                    Angelito.
Y claro, nunca llegaba el castigo. Cuando la cosa era algo más grave, por ejemplo si había dicho un taco, la directora trataba de indagar un poco más:
                    Un niño cualquiera, dices... Pero ¿cómo es ese niño cualquiera?
                    Espere un momento, - decía entonces el esforzado jefe de estudios, que luego buscaba a la indignada profesora para preguntar:
                    ¿Cómo es ese niño cualquiera tan lenguaraz?
Y la profesora se quedaba en blanco.

Porque Niño Cualquiera no es ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, no es guapo, pero tampoco llamativamente feo, y su pelo no es moreno ni rubio. Tampoco es castaño, y no, aunque a veces, según le dé la luz, puede parecer pelirrojo, en realidad... ¡Qué diablos! ¿De qué color es tu pelo, Niño Cualquiera?
                    No me acuerdo. Y no tengo un espejo a mano.

No tardó mucho el protagonista de este cuento en darse cuenta de que su problema principal era el nombre, que daba lugar a equívocos. Por ello, cada vez que hacía algo reseñable, decía a quien pudiera oírle:
                    ¡Que se sepa! ¡Esto lo ha hecho Niño Cualquiera!
Pero quien pudiera oírle siempre empezaba su relato de la siguiente manera: “¿Sabéis lo que ha hecho un niño cualquiera? Pues...”
Entonces, Niño Cualquiera, decidió ser más concreto:
                    ¡Esto lo ha hecho Niño Cualquiera! Niño de nombre, Cualquiera de apellido.
Su testigo, en esos casos, contaba a sus amistades:
                    El otro día me encontré con Niño Cualquiera y entonces...
Pero las amistades, ignorantes de que Niño Cualquiera era en ese contexto un nombre propio, siempre añadían el artículo indeterminado, por lo que en las siguientes ocasiones, nuestro protagonista trataba de dejar las cosas aún más claras:
                    ¡Esto es obra de Niño Cualquiera, un niño concreto cuyo nombre de pila es “Niño” y cuyo apellido es “Cualquiera”, y agradecería que quien propagase la noticia hiciera hincapié en el hecho de que no se trata de “un niño cualquiera”, sino de alguien en particular!
Pero nadie se quedaba el tiempo suficiente para escuchar tan larga perorata, así que, mientras el pobre pronunciaba las palabras “niño concreto”, aquel a quien las dirigía ya se había ido a seguir con su vida, y quizá ya contaba a su cuñada lo que había presenciado hacer a “un niño cualquiera”.

Después de los hechos heroicos y las travesuras llamativas, Niño Cualquiera intentó llamar la atención con sus extravagancias (por ejemplo se hizo tropecista en un circo; no trapecista, que habría sido de lo más normal, sino artista de los tropiezos), sus anacronismos (se enroló en un barco pirata y surcó la mar ondeando la bandera de las tibias y la calavera), creando una secta (pero sus adeptos, claro, se confundían y acababan adorando a niños cualesquiera), sus escandalosos amoríos con personajes de la jet set y por último (ya a la desesperada, por si suena la flauta y de perdidos al río) trató de hacerse un buen nombre con honestidad y trabajo. Nada le sirvió. Pasaron los años, a pesar de las muchas penas y las muchas glorias, sin pena ni gloria.

Niño Cualquiera fue creciendo ni muy deprisa ni muy despacio. Cuando sus miembros se hubieron estirado hasta alcanzar un tamaño perfectamente anodino, maduró sin prisa pero sin pausa, y finalmente le tocó, como a todo hijo de vecino, envejecer a un ritmo prudente.

La ironía de esta historia es que al final, después de tanto intentarlo, logró lo que pretendía sin tener que hacer nada. Según crecía, maduraba y envejecía, fue llamando la atención de la gente más y más, pues aquellas personas a las que se informaba de que aquel era un niño cualquiera respondían con sorpresa “¡pues vaya niño más grande!” cuando tenía veinte años, con pena “¡pobrecito!” a los treinta, con escándalo “¡si parece un cincuentón!” por aquella década, y ya francamente indignadas “¡la culpa es de los padres!” al tornarse septuagenario. Así, logró por fin ser conocido, meterse incluso en la imaginación de un escritor cualquiera y acabar en este cuento. No es poco, ¿verdad, niño, digo Niño?

                    Que te den.

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Cuatro descerebrados?

Ayer, como cuentan los periódicos, un grupo de fascistas intolerantes atacaron la librería Blanquerna (sede de la Generalitat de Catalunya en Madrid), donde se celebraba la Diada, lanzando gases lacrimógenos, causando diversos destrozos, agrediendo físicamente a los asistentes al acto y dejando tras de si cinco heridos, entre ellos una niña pequeña. Hoy, como seguramente también relatarán los diarios, cabe esperar la retahíla de condenas contra el acto bárbaro emitidas por las autoridades y líderes políticos con más o menos sinceridad según los casos. Hablarán de fascismo las izquierdas, de intolerantes que tiene que haber hasta en las mejores familias las derechas, se harán las oportunas detenciones con la diligencia (no nos engañemos) que exija la relevancia política del caso y seguramente (por lo menos desde Madrid) se tratará de proyectar la imagen de que el ataque es exclusiva responsabilidad de unos pocos violentos que nada tienen que ver con la sociedad en  la que conviven con una mayoría de buenos ciudadanos, pacíficos y tolerantes. Con ello se dará carpetazo al asunto y a otra cosa...

El problema es que no es cierto. El ataque, es cierto, es obra de una minoría violenta e intolerante repudiada (por violenta) por una sociedad mayoritariamente pacífica (pero no tolerante). Hemos llegado a un punto en el que a nadie puede extrañarle que pase lo que ayer pasó en la celebración de la Diada en Madrid. Tenemos una derecha (política y mediática) ultranacionalista que cada día utiliza el trapo rojigualda, ya sea con motivo de tensiones a causa del peñón de Gibraltar, de las decisiones del COI, o más a menudo de la iniciativa independentista de turno en Cataluña o el País Vasco, para excitar el ardor patrio y el victimismo de la población. Tenemos también una izquierda en muchos casos cómplice de estos discursos, o al menos tolerante con los mismos. Y tales ideas van calando en la población. Es fácil observar esto en infinidad de conversaciones casuales. No soy psicólogo y por ello no comprendo los mecanismos, pero millones de españolitos, efectivamente agredidos por poderes que no cuestionan, se sienten agredidos por la amenaza externa de nuevas conjuras judeomasónicas que ya nada tienen que ver con judíos ni con masones, sino más bien con los extranjeros "que tanto nos envidian" y con esos pérfidos y desleales separatistas que, ¡gran pecado!, no quieren ser españoles.

Y no es sólo eso. El problema es más hondo, pues tiene que ver con la idea de España que algunos tienen. Yo ya no me identifico con ninguna España, pero considero que las nacionalidades son conceptos lo bastante vagos como para aceptar que haya quien se identifique con el trapo rojigualda, quien con la senyera estelada o no, quien con la ikurriña, la bandera verde y blanca de Andalucía, el pendón rojo o morado de Castilla, etc. Sin embargo, la España en la que algunos creen, una España uniforme en costumbres, cultura y lengua, no es real, y sólo puede existir (aparentemente) a través de la violencia generadora de miedo, odio y sumisión, ya sea la perpetrada por los energúmenos que ayer irrumpieron en la librería Blanquernes, o la más reglada y ordenada (y por ello mucho más perversa) de las instituciones, la del Ejército que (de momento) está tranquilo pero vigilante por si tiene que sacar los tanques a la calle, la de los lóbregos calabozos donde a nadie importa que te den una hostia (o dos, o que te torturen, o que acabes inexplicablemente muerto) porque perteneces a un nebuloso concepto llamado entorno, la de las pelotas de goma y las porras... Ante esta España que de tal manera debe imponerse, pues por las buenas jamás va a existir, no es extraño que muchos quieran independizarse. No sólo catalanes o vascos. ¡Yo mismo siento repulsión y asco, yo mismo quiero ser independiente de esa España! Pero los primeros que deberían independizarse de ese país tenebroso son aquellos que aún sientan como propia la bandera de España... y tengan un poco de decencia.