miércoles, 1 de febrero de 2012

El pájaro



Hace mucho tiempo que no miras al pájaro que un día se instaló en el tejado de tu casa. Sabes que está ahí, con su plumaje negro como el alma de Judas, mirándolo todo; mirándote a ti, según sales de casa, con esos ojos sin vida, esos ojos que sólo parecen reflejar imágenes pero que además las registran, quién sabe para qué. Sin necesidad de verle, sabes que sigue ahí suspendido sobre ti, sabes que si se hubiera ido notarías algo, lo echarías de menos de alguna manera.

Antes sí lo mirabas, cada mañana al salir de casa y cada noche al volver. Había días en los que se te antojaba que era como la amenaza de la muerte, otros en los que representaba el mal. Y el pájaro seguía ahí, mirando, silencioso, quieto. Negro como las sombras de tu alma, como el luto. Con sus ojos de máquina te miraba, y su pico parecía apuntar a tu frente.

Un día quisiste matarlo. No sabes qué habría pasado. Quizás habrías sido inmortal, o habrías muerto al instante, o quizá nada habría pasado, más que una mancha de sangre en tu tejado y unas cuantas plumas sueltas. Tampoco entonces lo sabías. No necesitabas saberlo. Sólo necesitabas una piedra para arrojársela, y encontraste la que tenía el tamaño y la forma adecuados. Cogiste la piedra, llegaste a tenerla en tu mano. Entonces, te volviste para lanzarla, y viste al pájaro. Sus ojos de máquina te miraban, su pico parecía apuntar a tu frente. Con ojos de máquina le mirabas, y apuntabas con la piedra. Entonces de pronto no podías arrojar el proyectil. No podías hacer nada sino mirar, sólo registrar imágenes, quién sabe para qué. Te salvó el ruido de algo vivo entre los matorrales. Sobresaltado, te volviste, a tiempo para ver una forma indistinta que huía. Seguiste tu camino.

Desde entonces, no te has atrevido a mirar al pájaro que un día se instaló en el tejado de tu casa. Aún así, una vez más quisiste matarlo. Aquella noche, buscaste la piedra, y ahí estaba, donde la habías dejado, negra como el alma de Judas. Fuiste a cogerla de nuevo, pero de pronto la mirabas con ojos de piedra, y no pudiste moverte. Sólo estar ahí, donde te habías dejado. Ya ni siquiera mirabas. Te salvó el cansancio. Volviste a ser tú a través de tus músculos, pero ya no volviste a mirar a la piedra. Sabes que está ahí, cada vez que sales de casa y cuando vuelves. No la miras, pero sabes que si no estuviera, si alguien o algo la hubiera movido, la echarías de menos de alguna forma.

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