Aunque
por la mañana uno debe volver a la vida de siempre, a la rutina
laboral y doméstica, a la ropa, la razón y la sociedad, no deja de
ser agradable pasear por los tejados bajo las estrellas, acechar a
los pájaros, jugar con los ratones...
Las
noches de verano y de luna llena son las más indicadas para
transformarse en gato.
Dicen
que todo lo que merece la pena cuesta trabajo. La metamorfosis felina
no es ninguna excepción. Hace falta perseverancia; sólo con la
práctica se logra perfeccionar la técnica. Quien no esté dispuesto
a pasar más de una noche encerrado en su habitación, convertido en
un híbrido monstruoso, mejor que no lo intente.
Sé
de qué hablo. Desde que me propuse por vez primera transformarme en
gato hasta que conseguí resultados aceptables, he tenido que sufrir
bastantes decepciones. Me he preguntado muchas veces si merecía la
pena. Sin embargo, nadie, que yo sepa, se ha arrepentido de emprender
este camino.
Con
la experiencia he logrado aprender unos pocos trucos. Espero que sean
útiles para aquellas personas que, como usted, quieran iniciarse en
este arte.
En
primer lugar, para transformarse en gato es imprescindible olvidar
que uno es cualquier otra cosa: ejecutivo, párroco, fiscal, lo que
sea. Este es quizá el paso más difícil.
En
segundo lugar, uno debe adquirir el tamaño adecuado. Naturalmente,
hay dos formas de lograr esto: empequeñecerse uno mismo o agrandar
el universo. Casi todos empezamos optando por lo segundo. A primera
vista, parece el método más sencillo. Sin embargo, esto es un
error: resulta prácticamente imposible dilatar todas las cosas en la
misma proporción; suelen producirse errores de cálculo que dan
lugar a mundos incongruentes. Árboles enormes, mares enanos,
ciudades que abarcan galaxias: es frecuente este tipo de resultados.
Para evitar tales catástrofes, conviene optar por reducir el propio
volumen. No es tan difícil como parece: sólo hay que
reconcentrarse, introducirse en uno mismo y replegarse. Con un poco
de práctica cualquiera puede lograrlo, y los fracasos tienen
consecuencias menos escandalosas.
Una
vez que se ha logrado esto, hay que proceder con método, y no
impacientarse. Uno debe adquirir todas las características físicas
del felino: pelo, cola, almohadillas en las pezuñas, etc. No es
difícil, pero a menudo sucede que uno quiere apresurarse, y se
olvida de algo o yerra en los cálculos. Créame: no hay nada más
lamentable que un gato incompleto o incorrecto – las patas
demasiado largas, o un ojo en medio de la frente a la manera de los
cíclopes son resultados habituales de una distracción.
Por
último, uno debe maullar. Si los pasos anteriores se han completado
con éxito, esto resulta sencillísimo. Basta abrir la boca y emitir
el sonido que sale naturalmente, sin ningún esfuerzo. El maullido
sirve para comprobar que la metamorfosis ha llegado a su fin. Si el
resultado es satisfactorio (ojo, no basta con decir “miau”, jamás
se oyó a un gato que dijera “miau”) puede salir a la calle y
disfrutar su condición gatuna, o tumbarse en un sillón y lamerse
tranquilamente las patitas. Si, en lugar del maullido que esperaba,
oye, pongamos, un fa sostenido, no se preocupe: resígnese a pasar la
noche convertido en un piano de cola... ya tendrá más ocasiones
para volver a intentarlo.
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