lunes, 25 de febrero de 2013

Discurso ante una tumba

Si las prisas, caminante
que por este pueblo pasas,
no te llevan, como suelen,
a carrera o en volandas,
frena tus pasos por dar
ocasión a tu mirada
a posarse un solo instante
en lo que éste te señala:
¡Mira pues, con atención
que no será defraudada,
algo que a primera vista
ni maravilla ni espanta!
Pon tu vista, da tus ojos
y tu atención a esta lápida
que de no advertirte yo
ni advirtieras ni miraras.
Por su hechura parecida
se camufla entre otras tantas,
su materia es una piedra
ni muy buena ni muy mala
y las letras que algún día
algún grabador grabara,
las que aquí puedes leer,
dicen poco y mucho callan.
“Don Alonso”, pues, comienzan,
cierto que no es cosa rara
que comiencen por el nombre
letras en mármol grabadas.
Si “Quijano” dicen luego,
está claro que se trata
del apellido, según
la fórmula acostumbrada.
A esto siguen unas fechas
(un poquito ya gastadas)
un lacónico Requiescat
In Pace y después ya nada.
Lo que el mármol se ha callado,
si bien el nombre declara,
es que por otro llamaron
al que en paz, dice, descansa.
Calla la piedra otras cosas
pero habrá que perdonarla
pues la piedra, ya se sabe,
de natural es callada
(que si fuera cantarina
como es en el río el agua
acaso nos contaría
muchas cosas en cascada).
¡Tantas cosas sin decir
(por pereza o ignorarlas)
se dejó aquel grabador
que si yo te las contara
a la mitad del relato
nos crecería la barba
y sin haber terminado
ya se habría vuelto blanca,
por no decir que tendría
(a la fuerza y no por ganas)
que dejar métrica y rima
a su suerte abandonadas!
¡Cuántas gratas desventuras,
cuántas amargas hazañas,
cuántas locas sensateces,
cuántas sensatas insanias!
No nos cuenta que estos huesos
sostuvieron mil batallas
ni que ganaron las más,
si la cuenta no me falla,
ni que antaño en ese cuerpo
del que queda la constancia
(poco más, según sospecho
aunque no abriré la caja)
en ese cuerpo que digo,
cuando en él vivía un alma
tanta grandeza cabía
como poca carne estaba.
Y si calló lo que fue,
no es extraño que no hablara
de lo que un día faltó
y desde entonces nos falta.
¡Cuántos malos sin castigo
y pobres sin esperanza,
injusticias sin remedio
y viudas desamparadas!
Desde que falta aquel brazo
poderoso que amparaba
a los débiles y buenos
por las buenas o las malas,
el pez grande come al chico
(si se admite la metáfora)
y con fuerzas desiguales
cada cual se las apaña:
el soberbio crece tanto
que supera las montañas
y el humilde, resignado,
lleva la cabeza gacha,
el honesto es un bufón
es alabado el canalla,
el honor está perdido
y la vergüenza ignorada,
la Justicia de su venda
los ojos desembaraza
para ver con qué dineros
le calibran la balanza
(aunque luego se la pone
por no ver cómo se escapa
el culpable sin castigo
y sin rubor en la cara),
la Razón es temerosa
y razones no le faltan,
que por fuerza ha de asustarse
de la Fuerza que la ataca,
la Verdad guarda silencio
y la Mentira no calla,
la Virtud está escondida
y la Maldad desatada.
¡Cómo duele comparar
esta edad con la pasada
en que un hombre aún podía
echarse el mundo a la espalda,
ser valiente, caminar
cuanto el orbe se dilata
y hacer valer su bondad
con su lanza y con su espada!
Perdone si me despierta
el recuerdo la añoranza
y me derramo en discursos
como los ojos en lágrimas
pero al pasar por aquí
y ver mi suerte enterrada
el dolor del corazón
se me sube a la garganta.
¡Mira de nuevo esas letras
tan pobres y tan escasas
leyendo no lo que muestran
sino también lo que tapan!
No nos dicen esas pocas
desangeladas palabras
ni la suerte que tuvimos
ni lo presto que se acaba,
ni que la fecha postrera
que en la piedra está trazada
falleció de pronto todo
cuanto grande hubo en España.
Pues te aseguro y es cierto
que esta tumba en sí acapara
los restos del caballero
Don Quijote de la Mancha.
Y si alguno le pregunta,
o lo duda o le reclama
dígale que lo contó
quien lo sabe, y eso basta
(y si no basta le dice,
por dejar las cosas claras,
que esta historia se la cuenta
el bueno de Sancho Panza).

viernes, 22 de febrero de 2013

Ratas

-          Malditas ratas inmundas...

Sí, somos ratas, inmundas, si usted quiere, pero victoriosas. Crueles y cobardes, quizá, pero eso no significa nada; al menos, no para nosotras. Al fin y al cabo, somos ratas.
Puede describir con espanto nuestra rutina, pero ese espanto tampoco significa nada para nosotras. El espanto es un paso previo a la muerte, y nosotras somos inmortales. Usted morirá, pero nosotras no. Por supuesto, somos animales y los individuos mueren, pero a quién importan los individuos. Nosotras, ratas indiferenciadas, no morimos. Somos un rumor, una presencia que inquieta la oscuridad, y no morimos. Al revés, nos vamos haciendo más fuertes, siempre más fuertes. La manada crece.
Somos una especie protegida. Nos protegen nuestros afilados dientes y nuestro gran número, que aumentamos constantemente copulando con eficiencia, sin los espasmos y desvaríos de otras especies.
Somos ratas sanguinarias, sí. Llega el día y volvemos a nuestras cloacas con los hocicos manchados de sangre. La oscuridad (que incluye los infinitos laberintos de las cloacas y la infinita noche) es nuestro territorio, y si alguien se extravía en él, o viene a plantarnos cara, no se encontrará con una de nosotras sino con todas nosotras. De pronto se verá rodeado por un círculo de ratas, y antes de que pueda reaccionar otro círculo rodeará al primero, y otro a éste, y así hasta donde llega la vista. Siempre somos más de las necesarias. No escatimamos en números cuando tenemos delante una futura víctima. Es lo único en lo que somos pródigas: nos gusta esa sensación de seguridad que nos permite exacerbar nuestros instintos feroces.

Los hay que llegan y plantan cara a la manada creyéndose más valientes (uno solo contra todas esas ratas) pero en realidad no son valientes. Los hay que llegan creyéndose mejor que nosotras y gritan "Sucias, asquerosas ratas". Pero no son mejores. No, no son ninguna de esas cosas. Son comida. Comida para ratas, eso son. Son regalos que nos envían esas ratas que viven más allá de las azoteas, esas que cada día matan al sol y por la noche vuelven a sus cloacas, en lo más profundo del cielo, con los hocicos manchados de crepúsculo.