lunes, 25 de noviembre de 2013

Una de piratas

Cuentan que el extraño llegó una noche mezclado entre los marineros de un barco mercante. Bajó del barco y se perdió en el pueblo. Pocos se fijaron en él en ese momento. Los días siguientes recorrió la pequeña población costera llevando bajo el brazo su inseparable carpeta. Se dice, aunque no es seguro que alguien lo haya visto realmente, que dicha carpeta contenía un mapa trazado a mano en un papel ya amarillo por el paso de los años, con una equis dibujada en un lugar cuya distancia a la referencia geográfica más cercana estaba expresada en pasos. Habló con los ancianos que se iba encontrando. Con cualquier excusa, les preguntaba por lugares que ya casi nadie recordaba, o que desde hacía años eran conocidos por otros nombres. La roca de la calavera... por el camino compró una pala en la ferretería... la cueva de los condenados, el árbol del ahorcado. Hablaba con una voz suave y susurrante.

Cuando tuvo la información que buscaba, salió del pueblo, con su carpeta y su pala, por el camino que se adentra en las colinas. Caminó hacia el sur unos dos kilómetros. Siguió por otro camino que giraba a la derecha ante una roca concreta cuya forma recordaba la de un cráneo. Después vio una cueva y escuchó cómo el viento que entraba en la misma hacía un sonido parecido a un lamento humano: en ese lugar tomó otro camino, que siguió hasta encontrarse con un árbol cuyas ramas retorcidas y siniestras le daban un aspecto lúgubre. Ahí es donde empezó a contar sus pasos. Luego se puso a cavar y a la media hora encontró un cofre cuya cerradura forzó de un palazo. Dentro del cofre había un montón de papeles escritos con letra menuda.

Eso lo cuentan quienes pueden contarlo, aquellos que se encontraron con el personaje o son hábiles haciendo conjeturas e inventando detalles. Lo que todos pudimos oír perfectamente fue el grito. El forastero debía estar a una buena distancia del pueblo, al menos tres kilómetros. Pese a ello y a la voz suave y susurrante, nos llegó claro su lamento: "¡Mierda, preferentes!", seguido de una contundente blasfemia.


Desde entonces, no sale de la taberna y sólo cuenta historias extrañas de piratas sin pata de palo ni parche en el ojo, con voz de sirena y lenguaje de marciano, temibles lobos de oficina que no se detienen ante nada: ni ante los ahorros de toda la vida de la anciana ignorante, ni ante la inocencia del joven que no sabe aún de la vida y cree en cuentos de piratas con parche en el ojo o de altas rentabilidades aseguradas, ni ante el sufrimiento de los humildes, ni siquiera ante la buena fe del honrado lobo de mar que antaño surcó los siete mares en su temido velero.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La asesina pluriempleada

Entré en la iglesia pero me equivoqué de puerta. Me di cuenta cuando vi al cura volverse hacia mí con cara de espanto. Salí corriendo, avergonzado. Temía que al contemplar la parte de atrás de la liturgia, pudiera cometer el más horrible de los sacrilegios. Mientras corría, me obsesionaba la idea: podría haber visto a Dios en calzoncillos, podría haber visto a Dios yendo al baño.
Corrí y corrí, pero no me alejé mucho de la iglesia. Quizá porque iba descalzo, circunstancia que me hizo notar mi tío, que no sé por qué estaba allí:
-Javier, estás descalzo.
 Era verdad. Lo estaba, y esto era un problema. Miré mi traje negro e impecable y mis pies incongruentemente desnudos. Eran una cosa lamentable, esos pies. Tan solos, en aquellos extremos de mi ser, y tan desprotegidos. Podían echarse a correr sin que yo me desplazara lo más mínimo (como en efecto había sucedido) porque eran unos pies pobres e inservibles.
-Te presto unas zapatillas.
 Me puse las zapatillas que me alcanzaba mi tío, y vi que tampoco quedaban muy bien con el traje. Eran amarillas con franjas y dibujos rosas. Ya podía, eso sí, andar con normalidad. Así que fui a la puerta delantera de la iglesia. De pronto no me acordaba por qué era tan importante entrar en aquel templo. Traté de recordar si creía en Dios. No estaba seguro, pero creía, o quería creer, que no creía en Dios. Entré, de todas formas, a la iglesia. Por si acaso. Por si acaso, o porque sí (porque mi mano empujó la puerta, porque mis pies caminaron en esa dirección). Más bien creo que fue lo segundo.

Era una iglesia muy rara. Se entraba directamente a una especie de pasillo de hospital, aunque el recinto seguía siendo una iglesia porque todo era extrañamente solemne, porque se oía la misa por algún lado, porque casi podía verse pulular el microbio de la santidad. Recorrí un laberinto de pasillos, tratando de encontrar el centro. En lugar de eso, encontré a una señora con bata que fregaba el suelo de un corredor diáfano y al mismo tiempo misterioso (así lo sentí en aquel momento; ahora recuerdo que lo sentí así, pero me pregunto qué había en aquel pasillo que correspondiera con los adjetivos diáfano y misterioso). La señora pasaba su fregona mecánicamente, con lentitud, como pensando en otra cosa. Leí su nombre, que no recuerdo, en una chapa metálica que llevaba en el uniforme. Era un nombre extraño, una locura de consonantes y apenas un par de vocales solitarias. De pronto, la mujer impronunciable me miró (no sé si el verbo es realmente adecuado, dirigió hacia mí su rostro y fue más una orden que una mirada), y luego se volvió hacia una silla que había allí: supe que tenía que sentarme. Me dijo:
-Has pisado el suelo que acabo de fregar con esas zapatillas ridículas.
 Su acento no era extranjero ni de aquí, o podía ser ambas cosas, pero era en cualquier caso extraño e ilocalizable, con algo de animal y algo de máquina. Pensé que, estando en una iglesia (donde lo sobrenatural es cotidiano), quizá el acento correspondiera, más que a una región del mundo, a una región de la teología. Lamenté desconocer la teología. Quizá hubiera podido determinar de qué región podía proceder aquella criatura. Me di cuenta de que sus ojos incoloros estaban demasiado abiertos y demasiado fijos, y sospeché que la mujer era ciega, y que acaso podía verlo todo. No dije nada. No podía negar que las zapatillas eran ridículas.
 Supe instintivamente que aquella mujer se proponía aniquilarme. Supe también que pisar lo fregado y llevar unas zapatillas espantosas no eran razones suficientes, que esa aniquilación era el castigo (acaso merecido) por una cantidad de culpas que desconocía, pero que quizá llegaría a conocer antes de morir. Al mismo tiempo, me di cuenta de que la mujer simplemente era una psicópata, y ambas explicaciones (teológica y patológica) eran compatibles.
 La mujer había dicho “Bárbara”, y había aparecido una segunda señora, también con su bata y su fregona. Era muy grande y su rostro de piedra no expresaba nada: ni emociones ni inteligencia. Intuí que estaba ahí sólo para asustar. No decía una palabra. La otra había empezado a hablar un idioma desconocido, o eso me pareció a mí.
 Alcanzaba a reconocer algunas frases, y supe que estaba hablando de mi vida. Me contaba cosas que había hecho, cosas que me habían sucedido, creo que también cosas que me iban a suceder. Después comprendí que estaba enumerando mis culpas, y que eran infracciones nuevas para mí, que nada tenían que ver con las que yo conocía. Lo que había tomado por un idioma extraño eran los nombres de esas culpas desconocidas.
 Al principio, sólo escuché tratando de entender algo. Luego me animé a hacer tímidas preguntas a las que mi jueza no hizo ningún caso: ¿hablamos de culpas graves o leves? ¿Culpas adquiridas, heredadas, o meros pecados originales? Luego, me sorprendí de que mi vida hubiera dado para tantas infracciones. El discurso ya duraba demasiado. ¿Cuánto tiempo? Imposible decirlo. Acaso horas… acaso días. O sólo unos minutos, pero me aburría y creo que llegué a bostezar. Hasta que recordé que mi situación no era solamente extraña, sino además horrible. Como una cobra a su presa, el ser maligno al que me enfrentaba intentaba hipnotizarme de puro aburrimiento. Casi me hacía desear la sentencia, el final… Decidí, sin embargo, vivir. Por decidir algo.
 De todas formas, no me interesaba mucho conocer mis pecados. Huí. Empujé a la giganta, que se derrumbó con sorprendente facilidad, y eché a correr.
 Luego, estaba fuera, en la ciudad, en alguna calle difusa y estaba muy cansado. Temí que me desplomaría de la fatiga, y que la venganza me alcanzaría. Entré en un portal que vi abierto para desplomarme allí.

Efectivamente, caí al suelo. Estaba en un pasillo recién fregado. Noté la humedad en la cara y levanté la vista. Ahí estaba ella. También vi a Bárbara. No me habían visto. Huí. No sé cómo pude correr, pero corrí, siempre con el temor de volver a encontrarme a mi enemiga. Creo que estuve en la estación, o en un edificio parecido (o cercano) a la estación, y allí la divisé entre una muchedumbre de gente. Luego la vi en el centro comercial, en la escuela, en una zapatería donde no tuve tiempo de aprovechar y cambiar de calzado (y quizá atenuar así mi culpa), en mi bloque de viviendas, en la oficina (donde estaba diciendo algo al oído de mi jefa), en el estadio… Recuerdo un torbellino de imágenes llenas de gente, y, como en uno de esos libros donde hay que buscar en cada página a un tipo con jersey a rayas, entre la gente siempre la misma odiada presencia, y recuerdo una sensación de agobio creciente, de círculo que se va cerrando a mi alrededor, de aire que me va faltando, y recuerdo las percepciones cada vez más fugaces y difusas, el vértigo…
 No sé si había anochecido poco a poco o de golpe. Era de noche, pero la noche no era un consuelo. ¿Cómo esconderme entre las sombras de una mujer ciega? Sólo tenía un lugar al que ir. Mi refugio, mi salvación. Llegué a una calle habitual, subí unas escaleras habituales, llamé a una puerta habitual, y ahí estaba ella. No la enemiga, sino Ella. Mi refugio. Mi salvación. Mi sonrisa preferida, los ojos en los que me gusta verme reflejado, la voz que me hace existir cuando pronuncia mi nombre, mi dulce amor. La abracé. Hundí mi cara en su blusa (curiosamente, ahora lo recuerdo, llevaba una camiseta, pero no advertí en ese momento aquella siniestra incongruencia… no me avisó de la presencia del mal) y no quise ver nada más, sólo sentir el calor de ese cuerpo querido, sentirme seguro en ese ámbito cerrado, pero inevitablemente (recuerdo que fue inevitable, pero no recuerdo por qué) levanté la vista y empecé a temblar. Estaban de espaldas pero estoy seguro de que eran ellas. Estaban limpiando el polvo en el salón. Lloré, me sentí liviano, pero no como un pajarito que puede echarse a volar, sino como un pedazo de papel al que arrastra el viento, me sentí desintegrado, irreal, no me desmayé, me agarré al mundo apenas y lloré. Imposible huir. No podían echarme de ese lugar porque entonces el círculo se cerraría del todo y ya no sería un círculo, sino un punto, y eso es lo mismo que decir que no quedaría nada… No, de allí no podría huir…
 Lo pensé mejor: imposible huir solo.
-Cariño… huyamos… Esa mujer es una psicópata… Vámonos, te lo ruego…
 Pero ella no entendía. ¿Quién era una psicópata? ¿Dónde había que irse? ¿Por qué me había puesto esas zapatillas tan feas?...

Entonces, llegó el desenlace lógico de esta historia sin desenlace:
Pi-pi-pi-pi. Menos mal que estas cosas sólo ocurren en los sueños.
-Cariño.
-Mmmm…
-He tenido una pesadilla…
-¿Es muy larga?
-Había una mujer… una asistenta que quería aniquilarme… en realidad eran dos… bueno, primero yo iba a entrar en una iglesia, pero iba descalzo…
-Tranquilo, cielo, sólo ha sido un sueño. Luego me lo cuentas, ¿vale? He quedado con unas señoras que me van a ayudar con la casa.
Sudor frío.
-¿Sabes cómo se llaman?
-No… no recuerdo. Una tenía un nombre muy raro y la otra no hablaba.
Menos mal que esas cosas sólo pasan en los sueños… Sólo pasan en los sueños. Sólo pasan en los sueños.