jueves, 4 de febrero de 2016

Rousseau, don Ricardo, Agamenón y el porquero

Cuenta Juan Villoro en uno de los ensayos contenidos en el libro "De eso se trata" que el Emilio de Rousseau supuso un escándalo importante cuando se publicó. Cuenta además que el hecho en sí no es tan sorprendente como el hecho de que el autor, a diferencia de otros autores de textos polémicos de la época, firmase su obra en lugar de publicarla como anónimo. Es admirable el valor del filósofo más sui generis de la Ilustración: cuando tiene que huir y se hospeda en una posada del camino, sigue siendo fiel a su nombre y escribe en el registro "JJ Rousseau". Pero no es simplemente una temeridad o un sacrificio inútil. Firmar una obra es arriesgado cuando dicha obra es polémica, pero también es entonces cuando la firma añade algo realmente importante al texto. Si las ideas que se expresan van a contar con numerosos enemigos, es bueno que al menos tengan un amigo. El autor que firma una obra polémica se hace responsable de sus pensamientos y de esa manera les otorga credibilidad. Rousseau desafía a su época con el Emilio y más aún firmándolo; incluso cuando ha estallado la polémica, sigue mostrándose abiertamente, luciendo un apellido que ya es el del autor de un libro incendiario. Con ello, según Villoro, inaugura una nueva era en la cual el autor adquiere una importancia creciente.

En principio, parece un debate cerrado: la autoría ha ganado al anonimato por goleada. Hoy en día, si tus obras son célebres, tú lo serás también. Tendrás que salir en la tele, dar entrevistas, etc. Sin embargo, los debates a veces resurgen, ligeramente transformados para adaptarse a las nuevas circunstancias. O más bien surgen debates nuevos que nos recuerdan los antiguos. Leyendo el ensayo de Villoro sobre Rousseau, me ha venido a la mente la polémica en torno al anonimato en Internet. Hace tiempo era asiduo de un blog, A Sueldo de Moscú, cuyo autor insistía en la importancia de firmar las propias opiniones (concretamente los comentarios en su bitácora) con el nombre y apellidos verdaderos. La mayoría de los comentaristas escribían con seudónimo (yo también) pero don Ricardo (que así se llama el autor pagado por el Kremlin) valoraba más una opinión respaldada por un nombre que una opinión anónima, pues la primera tiene quien la defienda, y la segunda no (aparte de que ya sabemos que el anonimato en Internet a menudo se usa para la difamación pura y dura). A menudo, respondiendo a críticas agresivas o faltonas, el moscovita recurría al insulto; si se le recriminaba por ello, su defensa era decir que quien escribe con seudónimo no es más que un personaje ficticio y que no se puede ofender a un personaje ficticio (también en este caso se cumple que las obras polémicas son las que más necesitan una firma que las respalde). En fin, acabó convenciéndome. Más tarde empecé a expresar mis opiniones en foros de Internet con mi nombre y apellidos, y eso acabó llevándome a la militancia activa. Dar la cara fue un paso decisivo.

Por otra parte, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. En ese sentido, todo aquello que sabemos cierto deja de depender de una firma o un nombre, y se sostiene por sí mismo. De la misma manera, no hay nombre, por prestigioso que sea, que pueda sustentar algo que sea falso y cuya falsedad conozcamos. En un debate racional sobre asuntos que puedan ser esclarecidos completamente por la razón, lo único importante son los razonamientos y la identidad de los razonadores es irrelevante. Sin embargo, es raro que un asunto se pueda dilucidar por completo con la razón, sobre todo si el asunto es importante. En un debate sobre asuntos que no puedan ser esclarecidos completamente por la razón, lo racional es delimitar hasta dónde llega el raciocinio, y qué depende de nuestros intereses, pasiones, gustos o afectos. En esos casos, sí nos interesa saber quién defiende las ideas. Si hablamos, por ejemplo, de cómo debe repartirse la riqueza y alguien defiende que es necesario que haya ricos y pobres, quizá saber a qué clase social pertenece nos dé un indicio acerca de si defiende dicha idea de forma desinteresada o todo lo contrario. Eso no quiere decir que no tenga razón (aunque tenerla no la tiene, pero eso es otra cuestión), pero es un indicio importante. De igual manera, si juzgamos la gestión de un gobierno querremos saber si nuestro interlocutor pertenece al partido gobernante, a un partido de la oposición, o a ninguno. El anonimato nos priva de todos esos indicios y, por lo tanto, está perfectamente justificado considerar más creíble aquellas opiniones que vienen respaldadas por la identidad del opinante.

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