Este domingo llega por fin la fiesta de la democracia, pero que nadie se haga ilusiones. Es una fiesta muy rara en la que no hay cerveza, ni música, ni la remota esperanza de que todo acabe de forma lujuriosa. Es una fiesta en la que metes un papelito en una urna (sí, empiezas metiendo, pero ya ves tú, un papel en una urna) y luego te vas a casa. Y metes ese papelito con saña, como queriendo que la urna sienta tu rabia. O con dudas como diciendo "lo meto-no lo meto-venga va, lo meto". O con un monumental enfado, o con hastío, o indiferencia o resignación... Y casi siempre con odio. Mirando con el rabillo del ojo las papeletas que cogen los otros que han ido a votar, a los que no sueles conocer pero que seguramente son demasiado imbéciles (salvo en caso de que coincidas con un conocido, que será un imbécil confirmado) como para votar con un mínimo de criterio (que los imbéciles sean "putos peperos" o "bolivarianos de mierda", eso ya depende de ti).
Y luego salen por la tele los señores tertulianos diciéndonos qué es lo que ha querido decir el pueblo, así en general, con los resultados electorales que haya habido. Han metido tu voto junto con el del imbécil pepero o castro-chavista en una batidora, lo han mezclado todo, y han decidido que lo que queríais era arrimar el ascua a una sardina en particular. Porque el pueblo habla con una sola voz. Y cada cuatro años. Es lo que tiene el pueblo.
Y luego viene la fiesta de verdad pero no estás invitado. Algunos descorcharán champán porque han ganado, otros porque lo habían puesto a enfriar por si acaso ganaban y ya hay que aprovecharlo.
Tú no has puesto nada a enfriar porque desde el principio sabías que, saliera lo que saliera, ibas a perder. Así que no estás invitado a la auténtica fiesta de la democracia, en la que sí hay alcohol, música y la esperanza de meter algo que no sea un papel en una urna. Pero tampoco dramaticemos. No te invitan a esa fiesta igual que no te invitan a todas las demás.
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