Anoche
soñé que despertaba y decía: “¡Qué horrible sueño! He soñado que me hacía mayor
y llegaba a tener 36 años. ¡Nada menos! Y decía cosas como: bien, me tomaré una
copa, pero sólo una, que si no me emborracho. En lugar de hacer lo que un buen
chaval de veinte años, que es lo que soy, hace en tales circunstancias, que es
rascar los bolsillos en busca de monedas preguntándose para sus adentros si
tendrá suficiente dinero para emborracharse. Soñé que hacía muchas cosas
sensatas, lo cual es una locura. Respetaba a las autoridades, obedecía casi
todas las leyes y era un miembro respetable de la sociedad. Soñé que cuidaba mi
salud, me esforzaba por conservar un puesto de trabajo, incluso que, algunas
noches, llegaba a dormir ocho horas o que, algunos días, siguiendo los consejos
de médicos y nutricionistas, comía cinco piezas de fruta y bebía dos litros de
agua. ¡De agua! Y eso no es lo peor… ¡Las nieves del tiempo, qué hijas de puta!
Plateaban mi sien. Y yo, pobre de mí, quería evitarlo, pero no fui capaz: sí,
les di la satisfacción, a esas malvadas nieves del tiempo, de cantarles un
tango. ¡Yo no quería, lo juro! Yo ahí, con la frente marchita, cantando como
Gardel pero sin su voz aterciopelada. Y las nieves del tiempo, las muy
cabronas, riéndose a carcajadas. ¡Ha sido horrible!”…
Todo
esto se lo contaba a mi novia, pero de pronto me di cuenta de que no la
conocería hasta los 28 años. Me dio mucha pena tener que esperar tanto para
conocerla, y además dejar la cuestión de nuevo al azar de esta vida azarosa.
Podría acabar con otro tipo y no me fío de todos esos tipos que insisten en no
ser yo. Cayeron copiosas lágrimas de mis tristes ojos, que fluyeron por mi
camisa, luego por mis pantalones, para luego caer en cascada al suelo, fluir
por la habitación y a continuación por el pasillo, para finalmente perderse
quién sabe por qué derroteros hasta llegar a la mar, que es el morir. Así que
decidí despertar de verdad.
“¡Vaya
sueño!” dije en voz alta. “Soñé que tenía veinte años y volvía a ser alocado e
irresponsable. Te hablaba a ti, pero no estabas y me dio tanta pena que tuve
que despertar”.
De
nuevo hablaba con mi novia, que no estaba porque se había ido a pasar unos días
en casa de sus padres, en un pueblecito de Huelva. Que es como irse a pasar
unos días al fin del mundo, sólo que en lugar de abrirse el abismo infinito un
poco más allá, está Portugal, que no es ningún abismo infinito porque dónde se
ha visto que se fabriquen toallas en un abismo infinito.
La estancia
vacía callaba ante mis confesiones (en realidad no estaba vacía del todo:
contenía aire, algo de mobiliario y tiempo, una cantidad indeterminada de
tiempo, aparte de a un servidor, claro está, único habitante de la habitación y
del tiempo contenido en ella). Bien es verdad que no le había hecho ninguna
pregunta directa, pero si lo hubiera hecho dudo mucho que el resultado hubiese sido diferente. Las habitaciones son
gente callada, cosa que se agradece sobre todo por las noches.
Desde
las sombras (que aguardaban pacientemente en las esquinas a que llegase la hora
de invadir toda la habitación) caían sobre mi cabeza, blandamente y en
silencio, pensamientos mustios. ¿Cuándo dejé de tener veinte años? El día que
cumplí 21, claro… Pero la cosa no había empezado ahí. El día que cumplí veinte
años, dejé de tener 19… y el anterior dejé de tener 18. El mismo día de mi
nacimiento había empezado esto. Nueve meses antes según la Iglesia Católica y
otros que consideran que desde la concepción ya ha comenzado uno a morir y por
lo tanto hay que dejar que uno lo haga solito, sin ayudas externas.
Nuestras
vidas son los ríos, en efecto. Con la misma loca e irreflexiva alegría se lanza
uno ladera abajo en la niñez y la juventud, no porque uno tenga prisa por
llegar a ningún lugar, sino por el puro placer de precipitarse localmente en
una insensata carrera hacia la muerte.
Maduramos (es decir, envejecemos) y nos convertimos en ríos solemnes,
anchos, aparentemente pausados. Como si nos hubiéramos dado cuenta de que todo
esto acaba en la mar que es el morir y quisiéramos detener la marcha, ya
imparable, de las aguas. Si uno se pone bizco mirando tales ríos, desaparecen
las olitas que delatan el movimiento. ¡Pura apariencia, engaño de los sentidos!
Es lo que tiene ponerse bizco. Las aguas
siguen su camino, siempre fluyen, frustrando las esperanzas del bañista que
quería volver a nadar en el mismo río, buscando el mar y, al final,
suicidándose gota a gota. Si el agua soñara, seguro que también alguna noche volvería
a brincar de roca en roca…
“¡Tempus
fugit, amor mío! Cuando vuelvas del pueblo, tenemos que echar un carpe diem”,
dije en voz alta antes de volver a dormirme.
si es la vida un frenesi y es la vida una ilusion y la vida es sueño y los sueños sueños son, entonces estamos en la matrix?
ResponderEliminarSí, lo que pasa es que cuando un tipo nos ofrece pastillas, no suele ser Morfeo... sólo feo.
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