martes, 8 de julio de 2014

Tempus fugit

Anoche soñé que despertaba y decía: “¡Qué horrible sueño! He soñado que me hacía mayor y llegaba a tener 36 años. ¡Nada menos! Y decía cosas como: bien, me tomaré una copa, pero sólo una, que si no me emborracho. En lugar de hacer lo que un buen chaval de veinte años, que es lo que soy, hace en tales circunstancias, que es rascar los bolsillos en busca de monedas preguntándose para sus adentros si tendrá suficiente dinero para emborracharse. Soñé que hacía muchas cosas sensatas, lo cual es una locura. Respetaba a las autoridades, obedecía casi todas las leyes y era un miembro respetable de la sociedad. Soñé que cuidaba mi salud, me esforzaba por conservar un puesto de trabajo, incluso que, algunas noches, llegaba a dormir ocho horas o que, algunos días, siguiendo los consejos de médicos y nutricionistas, comía cinco piezas de fruta y bebía dos litros de agua. ¡De agua! Y eso no es lo peor… ¡Las nieves del tiempo, qué hijas de puta! Plateaban mi sien. Y yo, pobre de mí, quería evitarlo, pero no fui capaz: sí, les di la satisfacción, a esas malvadas nieves del tiempo, de cantarles un tango. ¡Yo no quería, lo juro! Yo ahí, con la frente marchita, cantando como Gardel pero sin su voz aterciopelada. Y las nieves del tiempo, las muy cabronas, riéndose a carcajadas. ¡Ha sido horrible!”…
Todo esto se lo contaba a mi novia, pero de pronto me di cuenta de que no la conocería hasta los 28 años. Me dio mucha pena tener que esperar tanto para conocerla, y además dejar la cuestión de nuevo al azar de esta vida azarosa. Podría acabar con otro tipo y no me fío de todos esos tipos que insisten en no ser yo. Cayeron copiosas lágrimas de mis tristes ojos, que fluyeron por mi camisa, luego por mis pantalones, para luego caer en cascada al suelo, fluir por la habitación y a continuación por el pasillo, para finalmente perderse quién sabe por qué derroteros hasta llegar a la mar, que es el morir. Así que decidí despertar de verdad.

“¡Vaya sueño!” dije en voz alta. “Soñé que tenía veinte años y volvía a ser alocado e irresponsable. Te hablaba a ti, pero no estabas y me dio tanta pena que tuve que despertar”.
De nuevo hablaba con mi novia, que no estaba porque se había ido a pasar unos días en casa de sus padres, en un pueblecito de Huelva. Que es como irse a pasar unos días al fin del mundo, sólo que en lugar de abrirse el abismo infinito un poco más allá, está Portugal, que no es ningún abismo infinito porque dónde se ha visto que se fabriquen toallas en un abismo infinito.
La estancia vacía callaba ante mis confesiones (en realidad no estaba vacía del todo: contenía aire, algo de mobiliario y tiempo, una cantidad indeterminada de tiempo, aparte de a un servidor, claro está, único habitante de la habitación y del tiempo contenido en ella). Bien es verdad que no le había hecho ninguna pregunta directa, pero si lo hubiera hecho dudo mucho que el resultado  hubiese sido diferente. Las habitaciones son gente callada, cosa que se agradece sobre todo por las noches.
Desde las sombras (que aguardaban pacientemente en las esquinas a que llegase la hora de invadir toda la habitación) caían sobre mi cabeza, blandamente y en silencio, pensamientos mustios. ¿Cuándo dejé de tener veinte años? El día que cumplí 21, claro… Pero la cosa no había empezado ahí. El día que cumplí veinte años, dejé de tener 19… y el anterior dejé de tener 18. El mismo día de mi nacimiento había empezado esto. Nueve meses antes según la Iglesia Católica y otros que consideran que desde la concepción ya ha comenzado uno a morir y por lo tanto hay que dejar que uno lo haga solito, sin ayudas externas.
Nuestras vidas son los ríos, en efecto. Con la misma loca e irreflexiva alegría se lanza uno ladera abajo en la niñez y la juventud, no porque uno tenga prisa por llegar a ningún lugar, sino por el puro placer de precipitarse localmente en una insensata carrera hacia la muerte.  Maduramos (es decir, envejecemos) y nos convertimos en ríos solemnes, anchos, aparentemente pausados. Como si nos hubiéramos dado cuenta de que todo esto acaba en la mar que es el morir y quisiéramos detener la marcha, ya imparable, de las aguas. Si uno se pone bizco mirando tales ríos, desaparecen las olitas que delatan el movimiento. ¡Pura apariencia, engaño de los sentidos! Es lo que tiene ponerse bizco.  Las aguas siguen su camino, siempre fluyen, frustrando las esperanzas del bañista que quería volver a nadar en el mismo río, buscando el mar y, al final, suicidándose gota a gota. Si el agua soñara, seguro que también alguna noche volvería a brincar de roca en roca…

“¡Tempus fugit, amor mío! Cuando vuelvas del pueblo, tenemos que echar un carpe diem”, dije en voz alta antes de volver a dormirme.

2 comentarios:

  1. si es la vida un frenesi y es la vida una ilusion y la vida es sueño y los sueños sueños son, entonces estamos en la matrix?

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    1. Sí, lo que pasa es que cuando un tipo nos ofrece pastillas, no suele ser Morfeo... sólo feo.

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