lunes, 23 de enero de 2012

El extranjero

Como no ando muy inspirado, ni con mucho tiempo, os dejo aquí un simple ejercicio para mi taller literario. El tema es: imagina cómo fue la llegada de Dionisos a Grecia.


Todos parecían haber visto al extranjero. Al menos, eso decían. Y, aunque no se ponían de acuerdo en cómo era, nadie dudaba de que hablaban del mismo extranjero. Unos se referían a un muchacho de belleza delicada, casi femenina. Otros, en cambio, hablaban de un hombre de aspecto feroz, con melena larga y mirada salvaje. Acerca de la mirada, por cierto, también existían versiones dispares: penetrante o distraída, fija o perdida, intensa o serena, distante, sensual… Unos decían que le habían confundido con Apolo, pero que no podía ser ese dios, porque era oscuro y taciturno, mientras que otros negaban tajantemente que fuera un dios en absoluto. En cuanto al cortejo que le acompañaba, algunos hablaban de todo tipo de seres medio humanos, medio animales: centauros, sátiros, minotauros… para otros, tan sólo se trataba de un hatajo de bárbaros ruidosos y malolientes.
Había acuerdo en que llegó tocando una música extraña con una flauta, aunque incluso este dato fue negado por uno de los asistentes a la reunión, si bien es verdad que con más énfasis que éxito: “¡Me niego a llamar a aquello música! La música es algo que flota en el aire y transforma el mundo. ¡Esos sonidos se le meten a uno dentro, y transforman al oyente! Es algo completamente distinto”.
Hablaron y hablaron de aquel que tenía a la ciudad patas arriba. Había llegado la noche anterior, con su delicada belleza o su ferocidad, acompañado de seres mitológicos o de una horda de salvaje, y tocando aquello que casi todos llamaban música, aunque fuera una música nueva y extraña. Las mujeres fueron saliendo de sus casas cuando sus maridos ya roncaban, y se reunieron en lo oscuro del bosque, donde el dios había encendido una fogata y sus seguidores bailaban al son de la flauta. Las mujeres, sin saber por qué, se unieron al baile frenético.
A la mañana siguiente, los hombres no sabían qué había pasado, pero supieron a quién culpar. A la hora de la comida, sus mujeres aún no habían vuelto, y, como es natural, se quemaron casi todos los guisos de la ciudad. Cuando volvieron las mujeres, no mejoró la cosa. No sólo no estaban dispuestas a dar explicaciones, sino que habían perdido interés por la casa, por las tareas domésticas, y sobre todo por su marido. Sólo querían descansar para la noche siguiente volver a salir y reanudar la fiesta, el ritual, el aquelarre… o lo que fuera aquello.
Por eso, los hombres estaban reunidos, hablando del misterioso extraño que había alterado la plácida vida de la ciudad. Alguien salió de entre la muchedumbre al centro de la plaza, hizo un gesto para pedir silencio, y dijo:
- Queridos conciudadanos. No me importa si el visitante es un muchacho de rubios cabellos rizados o un tosco hombretón de fuertes músculos, si anda con una horda de melenudos bárbaros o se hace acompañar de todo tipo de seres semihumanos, si su mirada es de tal forma o de tal otra, si es extranjero (cosa que todos suponemos, aunque no se sabe de nadie que le haya oído decir una palabra) o griego, ni siquiera si toca música con su flauta, o hace sonidos que pueden asemejarse a la música pero pertenecen a una categoría hasta ahora desconocida… Lo único que me importa es que ha acabado con nuestra tranquilidad y… ¿qué vamos a hacer?
Los hombres se miraron unos a otros. Algunos se encogían de hombros, otros miraban a sus sandalias, otros parecía que iban a decidirse a decir algo y de pronto se lo pensaban mejor y se quedaban callados.
De pronto se oyeron tambores y flautas que sonaban en la lejanía. La noche se había adueñado de la ciudad sin que los hombres, distraídos por sus vanas elucubraciones, apenas se dieran cuenta. Miraron hacia los bosques y vieron una constelación de hogueras entre los árboles.

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